De cuando la conocí
La abuela Enriqueta Emilia cuenta que en ese cajón guarda la historia. Que de allí surgen, al azar, - al tun tun - los hechos del pasado y sus personajes; las alegrías, las vivencias, los dramas, las tragedias y también las anécdotas. Ese cajón, el del mueblecito con espejo que permanece en el antebaño de la vieja casa para mí, en cambio, es uno más. O no, porque en realidad es de allí de donde saco las pastillas de menta que el abuelo Humberto María sabe guardar de a paquetes. De historias, nada. Yo no veo ninguna. Camelo de grandes. Todavía lo estoy esperando al Barón Rojo.
- Un día te vas a encontrar una y vas a ver lo que te digo-, me dice la nona toda vez que yo niego tal chance.
- ¿Dé dónde te crees que saca el viejo esas historias de la segunda guerra y tu tío Manuel los cuentos sobre el ferrocarril?, ¿o la tía María y los viajes en velero cruzando el Río de la Plata? - agrega, enfrentándose a mi incrédula incredulidad.
- ¿Los cuentos de fútbol también los saca el abuelo de ese cajón? - pregunto yo, interesado por lo que realmente me atrae. Porque si Sandokán no se digna a aparecer, ¡por lo menos que sea algo que tenga que ver con la pelota!
Y un día me tocó.
La tarde estaba pesada. Cansado de tanto leer, sin nadie para jugar y con tanto calor como para salir a potrear fui hasta el cajón. Los nonos hacían la siesta y mi espíritu, entre aburrido y goloso, fue en busca de las pastillas de menta. Llegué en puntas de pie para no despertarlos con el crujir de las viejas tablas de pino. Abrí, metí la manito sin mirar buscando el lugar donde se acomodaban los dulces y noté algo que antes no estaba.
Ella, un poco de perfil me miraba desde una fotografía en blanco y negro muy bien sacada que alguien había recortado del diario y puesto al buen resguardo tras un vidrio con marco de madera trabajada. Yo no sabía quien era esa mujer rubia con profundos ojos oscuros y carita de muñeca. No la conocía, como no conocía un montón de cosas desde mis inocentes ocho años.
Puse el portarretratos contra mi corazón y corrí con él por el pasillo ya sin importarme despertar a los nonos. En la cocina la encontré a Dominga, que no dormía nunca con ese calor que le recordaba a su Santiago, y sí aguantaba la siesta tomando agua bien fría con limón quedándose quietecita en el que era el lugar más fresco de la casa.
-¿Quién es?-, le pregunté sin dejarle pronunciar una palabra.
-Es Eva, Evita-, me contestó con total normalidad, empequeñeciendo mi curiosidad, como si todos tuviéramos que saber, conocerla de siempre.
-¿Y quién es Evita?
Entonces me contó. Lo hizo mientras limpiaba el vidrio que protegía la foto con un trapo limpio y húmedo acariciando, de tanto en tanto, la imagen apenas con la palma de la mano. Dulcemente.
-A Eva. Eva Duarte, le decían la abanderada de los humildes, porque como compañera del general Perón era quien se ocupaba de ellos, de los que más necesitan.
Lo decía y los ojos le brillaban. Lo contaba y las lágrimas asomaban rodando despacio por sus mejillas curtidas.
Me habló del terremoto de San Juan, de cómo Eva había luchado y organizado festivales para recaudar cosas para aquella gente que había perdido todo en segundos.
Recordó la fundación, la casa para las madres solteras, el voto femenino, la apertura de fábricas y el nacimiento de barrios y hospitales. Pero de lo que más me habló fue de carisma, de llegada a la gente, de amor natural.
Además, claro, me contó lo de la enfermedad y la muerte esperada pero igualmente dolorosa, trágica e injusta. – Una injusticia -. Eso dijo y no siguió. Miró lejos y respiró profundo. Casi un suspiro.
Pero la convencí que siguiera. Entonces me relató una anécdota: una historia chiquita, que pinta aquella época, que muestra el valor de la gente y la inocencia de los niños.
Pasó en un pueblo bien pequeño llamado Ernestina, en la pampa húmeda. Hasta allí, como a todos lados, la Fundación Eva Perón (-ya era Perón, la mujer del general-, explicaba Dominga), enviaba para el día del niño juguetes para todos.
El encargado del reparto era el jefe de la estación de trenes, a quien el padre de Lito le había prohibido, por cuestiones suyas, que sus hijos recibieran esa clase de regalos. Pero, ¿qué sabía Lito de aquello? El, como todos los chicos del lugar aquel domingo de agosto se acercó a la estación a recibir el suyo.
A algunos les tocaban camiones de madera. A otros pelotas de fútbol, verdaderas número cinco. A las chicas muñecas. Y a Lito nada. Su padre no quería. Lo que no había permitido, y nunca sabría, era que Don Peragnotti, el jefe de estación, se iba a cruzar al almacén de ramos generales a comprar un regalo para su hijo menor.
- Había que ver la cara del chico, la felicidad que tenía ¿Qué culpa tienen los chicos de las ideas de los grandes? -, se preguntó. – Primero los niños, decía Eva - .
Con los años la conocería muy bien. Pero nada mejor que aquel primer encuentro. Dominga me contó del largo velorio, de cómo habían hecho horas de cola para sentirla más cerca. Para despedirla. Luego me mandó a guardar el cuadro en el cajón de la mesita con espejo.
A la tarde, cuando la abuela Enriqueta Emilia se levantó de la siesta le conté feliz.
-No me sorprende, ya te lo había dicho, en ese cajón está guardada la historia. Eso sí, sos el primero que encuentra una fotografía -, dijo.
Y sí, fui el primero. Y la foto era de Eva.
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