
Esto lo escribió Victoria el año pasado, y me parece apropiado reproducirlo en esta página. Haciendo click en la foto se puede ver el album completo.
Las vacaciones siempre fueron para recordar. Lo más particular siempre fueron las roturas de los autos que mi papá supo tener.
Cuentan que el primero fue un Fiat, y luego un Peugeot, que al final manejaba sólo él, pues para hacer los cambios ya no había palanca, sólo un par de cablecitos que tenía que unir.
Luego vino el falcon rural, modelo ’74, y otro igual, pero gris, modelo ’83. Un día mi viejo se pudrió del volante duro, y apareció con un Ford Orión, lo llamamos Rigel, y es el que tenemos actualmente.
Salir de vacaciones implicaba levantarse a las cuatro y media de la mañana, preparar café, llenar de jugo el gran termo rojo, llenar el auto de petates. El porta equipajes iba lleno a más no poder; las dos carpas canadienses con sus sobretechos naranjas, montones de frazadas, cacerolas para cocinar, comida, vajilla, y lo más importante, todos nosotros. Ahora me cuesta entenderlo, pero nos metíamos 9, 10, 11, todos adentro del falcon. Las primeras vacaciones que recuerdo fueron a Sierra de la Ventana. Salíamos de casa de madrugada. Cerrábamos la puerta con llave y le decíamos chau, mirando por última vez el paredón, el jazmín y el pino que asoman por arriba. Mis viejos pasaban lista para corroborar de que no faltaba ninguno, y el auto arrancaba. Apenas empezaba a clarear, y el amanecer pleno ya nos agarraba en la ruta. El desayuno era en Las Flores (y todavía lo es) siempre y cuando el auto no nos dejara antes en algún otro lugar. Almorzábamos en Azul, y con un poco más de suerte en Olavaria, para llegar a Sierra de la Ventana a la hora de la merienda. El paisaje, un arroyo, un lugar donde plantar la carpa y nada más. Ni baño, ni canillas, ni ducha donde bañarse. Mi viejo hacía fuego y cocinábamos a leña, los yuyos eran el baño, y la limpieza (de platos y de gente) se hacía en el río Sauce grande, a esta altura devenido en arroyo.
Cuando tenía 10 años hicimos un viaje más largo. Agustina era recién nacida, así que al habitual equipaje se le sumaban el moisés, el carrito, los pañales y la leche S-26 que ella tomaba. Además de Sierra de la Ventana, seguimos hacia el sur, a Las Grutas, una pequeña ciudad balnearia en la costa de Río Negro. En ese entonces sólo era un pueblo, unos cuantos camping y un acantilado. El viaje continuaba hacia Península de Valdés, en donde nos quedamos en puerto Pirámides. A lo largo del tiempo vimos crecer estos lugares, a los que nunca dejamos de ir.
El último viaje que hizo el falcon ’74 fue al año siguiente. En el auto viajábamos 11: mis viejos y todos los hijos menos los dos mayores. El destino final era Embalse Rio Tercero, pero antes pasamos por Merlo y Carlos Paz. El auto ya estaba casi para pasar a retiro, y lo demostraba constantemente. Fuimos hasta Carlos Paz por camino sinuoso y con lluvia. El auto recalentaba, y no había agua para el radiador. Mi viejo se bajó del auto, y con un cacharro juntó agua de un charquito. Cuando llegamos a Embalse, el filtro de aire de auto ya no estaba en su lugar, ¡lo llevábamos sobre el capot! Si a esto se le suma que en el auto iban 11 personas, encajadas cual ladrillos lego, mezcladas con frazadas y un porta equipajes lleno de cosas, habría que imaginarse que mínimamente llamábamos la atención.
Con el falcon ´82, el récord fueron las pinchadas de ruedas. Las más oportuna fue en la ruta que une Sierra Grande con Puerto Madrin. En el medio no hay nada, y a veces las cosas suelen fallar, y cuando fallan es que pinchás una rueda, la cambiás, y también pinchás la rueda de auxilio. Era mediodía, y Diego hizo dedo hasta Madryn para reparar una de las ruedas. Y hablando de ruedas... Otra vuelta también rompimos un eje... Sí, hay que tener puntería para romper un eje, pero a nosotros nos pasó. Estábamos en Península de Valdés, y volvíamos de una playa que se llama Punta Pardelas a Puerto Pirámides. Mi vieja manejaba, y en determinado momento perdió el control. El auto se clavó contra un médano, no pasó nada, pero nos asustamos. La rueda izquierda, trasera, se había torcido completamente, estaba inclinada en vez de vertical. Para variar, el camino era totalmente desierto, y mi viejo se subió a bordo de un auto que pasó para ir a buscar una grúa. Mi mamá se fue a bordo de una pickup con Agustina, y el resto nos quedamos ahí, rogando que no se nos haga de noche sólo con una lata de duraznos en almíbar, y sin un abrelatas en la mano. Al rato volvió mi viejo con la grúa, y cuando levantaron al auto para llevarlo remolcado, la rueda, que estaba totalmente suelta, cayó al piso formando una nube de arena. En la cabina no entrábamos todos, y el camino que faltaba hasta Puerto Pirámides lo hicimos en la parte de atrás de la grúa de remolque.
La última rotura grave de este auto fue el parabrisas. Volvíamos de Bariloche, y a la altura de 9 de Julio, y transitando sobre una ruta en reparaciones, un camión pasó muy rápido por la contramano, levantando algunas piedras sueltas en el camino. Una de ellas dio contra el vidrio de nuestro auto, que se astilló en mil pedazos. Papá paró de golpe, y como no teníamos muchas posibilidades para seguir, sacó todo el vidrio roto y seguimos viaje con el viento pegándonos en la cara. Íbamos a 60, porque si no se volvía insoportable, y mientras escuchábamos en la radio que en Buenos Aires hacía un calor insoportable, nosotros nos moríamos de frío. Lo peor fue cuando nos quedamos atrás de un camión que llevaba vacas, de esos que largan bosta por todos lados, ¡y nosotros sin parabrisas! Llegamos así hasta Olivera, en donde paramos en la casa de Esteban a pedir ayuda. Como se estaba largando a llover pegamos un plástico, e hicimos un agujero para que el conductor pudiera ver. Así llegamos hasta casa.
Cuando papá compró el Orión, pensamos que era el fin de las desventuras automovilísticas, pero no fue así. Yo digo que si en algún momento del viaje no nos lleva la grúa, entonces no somos nosotros. Desde un problema en el termostato, hasta una pieza fundida por un rulemán mal puesto. Ese error del mecánico nos costó tres días en Santa Rosa. Salimos de Buenos Aires un sábado, para llegar a Bariloche un domingo, y llegamos un miércoles. Este año tampoco nos salvamos. Pensábamos que estábamos invictos, que por fin habíamos roto la racha, pero en Neuquen la cosa se complicó. Marcelo manejaba el auto, y el olor a nafta empezaba a invadirnos. Alegamos que era una estación de servicio cercana, y le echamos la culpa al auto de al lado, pero éramos nosotros. ¡Perdíamos nafta! Nos bajamos del auto rápidamente, ésta vez el filtro se había pinchado.
Más allá de todo, las vacaciones fueron buenas. ¿Qué gracia tendría la monotonía de viajar en avión? ¿De vivir y comer en hoteles? ¿De que la carpa no se te llueva, no se te desmorone, que el auto no se te rompa, y las piernas no se te duerman...? Al menos nosotros vamos a tener anécdotas para contarle a nuestros hijos, y a nuestros nietos.
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